De texturas y sabores

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Por Jeanny Chapeta

Escritora y columnista. Divagadora profesional. Gestora de fantasías.

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Yo esperaba conocer a mi primer venado en un día de picnic. Estaría yo preciosa, con un sombrero de ala ancha y un vestido de verano, abombado, afustanado, de hombros descubiertos y unas zapatillas fresquitas, sentada sobre un mantel de picnic, en un bosque verde verde, y cual Blanca Nieves, se acercaría un animalito que me habría estado observando largo rato desde la maleza, me rozaría la mejilla con su naricita húmeda y yo sabría que Dios estuvo pensando en mí.


Contrario a mis expectativas, a mi primer venado lo conocí envuelto en un pedazo de papel periódico, ahumado, a la orilla de la carretera y lo daban con una buena porción de tortillas por si uno quería ir comiéndolo de camino al puerto, que es a donde esa ruta nos llevaba.

En ese mismo lugar descubrí que la gente come carne de tepezcuintle, de culebra, de algún otro anfibio que no reconocí y nadie se muere entre terrible sufrimiento por su consumo o por el asco, como habría ingenuamente pensado. Traigo esto a colación porque durante años he sido injustamente criticada por la ingesta de un platillo tradicional en mi familia: Los tamales con mayonesa. Desde niña, si destapaban una masa de unas hojas, mi papá les ponía unas gotitas para potenciar el sabor y le agregaba otro tantito de limón para que no nos hiciera mal. Una antropóloga alguna vez me dijo que a lo mejor ponerle mayonesa surgía de una necesidad calórica, porque quizá venía mi padre de un área inhóspita o fría, pero les digo, de una vez y para zanjar el asunto, que dudo que el cuerpo de mi padre y su familia requiriera más grasa en un área tan acomalada como Suchitepequez.

Y aunque entiendo que agregarle mayonesa a un trozo de masa condimentada suena peculiar, no me parece tan grave como el hecho de que la gente diga así como así que los traseros de los zompopos saben a mantequilla. Supongo que a medida que crecemos vamos llenando nuestro tolerómetro de los rangos, temperaturas, consistencias y viscosidades que acepta nuestro paladar y desechamos el resto. Por ejemplo, nunca pude ver a mi hermano de bebé comerse los huevitos tibios que más parecían crudos ni soporto ver gente que se los echa de esa forma al jugo de naranja. El día que me enteré que los huevos de parlama sirven para de alguna manera aumentar algo en el desempeño sexual casi me fui de espaldas. Siempre he sentido que los peores sacrilegios culinarios que ha cometido la humanidad son haber descubierto que las berenjenas se comen y que se podía hacer caldo de pata.  Sin embargo, vaya si se me hacen ricas las conchas que venden en la cevichería con su salsa especial de la casa que es básicamente soya y picante, pero bueno, me digo a mí misma, traen limón. Eso ya está curado. Como mis tamales.

Otra cosa que disfruto tanto como comer es ir al mercado a ver las cosas que vende, compra y disfruta la gente. Me tomó años saber que el sabrosísimo e infravalorado revolcado está hecho con lo que tiene adentro una cabeza de cerdo. No por eso lo he dejado de comer. ¿Y qué tal la morcilla? Quién diría que comer sangre coagulada con hierbitas y contenida en un intestino sabría tan rico con tomate y cebolla picada. 

Tampoco pido que me crean mucho. Durante buena parte de mi vida crecí comiendo única y exclusívamente cereal, así que mi rango no es tan amplio. No consumo frutas crudas porque siento que el sabor puede variar mucho de una a otra. Por ejemplo, una fresa puede ser lo más dulce del mundo y la otra te puede causar una jaqueca. Mejor cocinen todo eso y métanlo en un pote de jalea. Eso con gusto me lo como. Soy más una mujer que busca al comer lo homogéneo.

No piensen que mi misión es evangelizar.  Es verdad, me gustaría que la gente no se comiera los venados, las iguanas, los tepezcuintles, pero supongo que su gracia tienen. Así que,  mientras no consuman pollo o cerdo crudo, por mí vivan y dejen comer.

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