
Por Mauricio Chaulón
Escribiendo en Vox Populi
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Historiador y antropólogo social. Académico, profesor e investigador universitario.
La ciudadanía en Guatemala es frágil. Se basa fundamentalmente en marcar unas papeletas electorales cada cuatro años, y no más. No existe un ejercicio ciudadano como tal, que de existir significaría la práctica crítica para organizarse, fiscalizar, denunciar, cuestionar, aprobar y desaprobar a quienes se ha delegado el poder de administrar el Estado. Debido a que esa ciudadanía no es real, el sentido de las elecciones de gobierno pasa a ser “la gran fiesta cívica”. En sí, la única, porque hasta la identidad de la independencia nacional ha quedado difusa y casi perdida por muchas razones. Por lo tanto, muchas guatemaltecas y guatemaltecos creen que su gran momento de civismo es cuando llegan a votar, sin comprender que el derecho al voto y al no voto es uno de los muchos elementos que configuran la ciudadanía, pero no el único. Sin embargo, es lo que el sistema dominante ha vendido y representado como absoluto, con el objetivo de que nada cambie. En Guatemala, esa “fiesta cívica electoral” no sólo es una enorme falsedad, sino también uno de los circos distractores y opiáceos más grandes y efectivos. De ahí que las encuestas electorales jueguen un papel importante para los grupos de poder.
En ese contexto, la expectativa que generan las elecciones es alta. Hay una esperanza cuatrienal a sabiendas de que todo seguirá igual; pero es un paliativo, una ilusión que permite sobrevivir. Incluso, personas que son conscientes de la realidad pueden caer en la trampa, llegando a considerar que es posible un cambio sustancial por medio de elegir en las urnas, pero rápidamente retornan a lo concreto debido a que si no se derriban las estructuras de dominación, pronto regresan los efectos. Se da, por consiguiente, un ambiente de opinión pública exorbitante. Crecen las incertidumbres, se siembran certezas que se dan por válidas e indiscutibles, surgen opiniones por doquier. Se habla de los partidos, de candidaturas, de posibilidades e imposibles. Y cuando el sistema necesita comenzar a dirigir el pensamiento y la acción, surgen las encuestas.
La prensa es la encargada de ellas. Los partidos políticos ya no tienen casi nada de credibilidad, sólo para los votantes disciplinados, son los medios de comunicación masivos las que generan ideas e inclinaciones en la gente. Se direccionan como una estrategia de consumo, puesto que en eso se ha convertido la política en el capitalismo: una mercancía más. Inclusive, existe una especialidad que se llama marketing político, que se estudia en la ciencia política. Su nombre lo dice todo. Consiste en el diseño de vender una opción para ganar el voto, y esto no solamente contempla la campaña política sino también el manejo de las encuestas.
Éstas no son ajenas a las intenciones de los sectores poderosos en disputa. El control de los medios de comunicación es uno de los campos más importantes dentro de las relaciones de poder y por ello es que la clase dominante y sus grupos aliados tratarán de evitarlos para los dominados. Es parte de lo que aborda el filósofo italiano Antonio Gramsci cuando se refiere a la hegemonía, es decir, el nivel de dominación que se ejerce para que los subalternos piensen y actúen de la misma manera que las élites sin serlo, legitimando, validando y aceptando de manera normal sus valores, sin cuestionarlos. El manejo de la opinión pública se vuelve vital para el sistema, por lo que los medios de comunicación (prensa escrita, radio, televisión, cine y ahora las redes sociales digitales) resultan esenciales.
Esto lo amplía el académico alemán Jürgen Habermas, con sus estudios sobre la opinión pública y la ideología dominante. El papel que los datos cuantitativos determinan en la incidencia de una acción política para el ciudadano común, sobre todo en sociedades autoritarias de ciudadanías débiles, es muy fuerte, y se debe centralmente a la legitimidad que poseen la prensa. Si un periódico lo dice, es porque ha de ser cierto, ya que se internalizado el prestigio del medio. Pero la base de todo ello está en que la educación en países como Guatemala no es crítica, o sea que no es formadora de criterio. Así, los números que muestre una encuesta, validad por una firma de opinión y auditoría con fama internacional, y que sea la portada principal de un diario o el tema principal de un programa televisivo, se da por sentado sin tanta discusión. El debate se le deja a los denominados expertos, quienes también, en su mayoría y por lo general, están inclinados a un espectro ideológico dominante y generan desde ahí la opinión pública.
Las encuestas cumplen con regular la expectativa mediante la acción basada en el escaso criterio. En un país donde otros dicen qué hacer, como parte del ejercicio del poder, todo aquello que proviene de los legítimos portadores y generadores del conocimiento adquiere la legitimación necesaria para instalarse y ser aceptado. Claro, no significa que no haya datos que no tengan relevancia. El problema es no contrastarlos. ¿Cómo hacerlos? Primero, a través de la evidencia empírica, es decir de lo que se tiene a mano: el diálogo y la discusión en nuestros espacios cercanos. Atrevámonos a preguntar y a hablar de política. No es cierto que de lo político y de religión no se habla. Otra cosa es descalificar, pero la falta de discusión sólo favorece a quien ejerce el poder para que nada cambie.
Observemos y analicemos la intención de voto de quienes nos rodean, en la familia, el trabajo, el vecindario, la iglesia, el club deportivo, la calle. Preguntémonos quiénes integran la empresa encuestadora y el medio de comunicación que la promueve. Es en la identificación de las relaciones sociales y de los sujetos y actores que forman parte de los grupos, que podemos hacernos una idea de la historia y de las características sociales, económicas, políticas e ideológicas que los constituyen. Analicemos qué vinculaciones existen con determinados partidos políticos y candidaturas, actual e históricamente, para que sea el criterio discutido el que prevalezca.
No le demos toda nuestra confianza a las encuestas, pero no dejemos de pensarlas y analizarlas. Se deben utilizar como instrumentos para problematizar la realidad. Solo de esa manera, podremos empezar a ejercer una ciudadanía que nos han enseñado que sólo es posible en esa farsa de fiesta cada cuatro años, que por muchos años no nos ha dejado nada bueno a la gente común. Las encuestas no deben incidir en nuestra opinión y ni debemos decidir en base a ellas, seamos nosotros quienes por sus porcentajes encontremos respuestas que subyacen como verdades negadas que cuando se descubren, liberan.
Los peligros de las encuestas electorales en un país como Guatemala radican en que sigan profundizando la dominación. Podemos cambiar eso.