
Por Jeanny Chapeta
Escritora y columnista. Divagadora profesional. Gestora de fantasías.
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Desde niña, la figura de Rogelia me ha perseguido. Sus ojos tristes, sus labios tensos, la mirada perdida que tiene la foto que ponen en los afiches que dicen Ni olvido ni perdón por el centro histórico de esta ciudad me hacían pensar en cómo una mujer tan guapa andaría metida en cosas tan malas. Claro, porque en mi cabeza, Rogelia estaba desaparecida. Pensaba que la buscaban en el presente. Perdida por guerrillera, por comunista, por terrorista y, sobre todo, por desleal al país que la vio nacer.
Alguna vez, ya adolescente, leí un reportaje que brevemente decía que la habían encontrado torturada y que había sufrido lo indecible. Acompañaba tan fea efeméride una foto suya con la banda de reina que le pusieron en aquel lejano 1959 cuando fue oficialmente la mujer más bonita del país. Y con diecinueve años. Imagínate. Me hice adulta escuchando historias de leyendas en torno a su figura. Que si engañó al gobierno y la mataron por oreja, que si secuestró al niño de un militar de alto rango y el carro en el que iban huyendo volcó y lo mataron por accidente, que si en venganza la habían golpeado, martirizado, violado y finalmente dejado su cuerpo ya incompleto para que la enterraran como equis equis cuando la encontraran. Que si se daba una vida de lujos a costa de alguna oenegé, que si se quiso pasar de lista y los mismos compañeros la mataron para dar un mensaje. En fin. Una sarta de ideas que no acababan de cuajar en mi cabeza. El internet por ese entonces estaba lejos en mi vida y mi clase social.
Finalmente adulta la busqué en la Wikipedia un día que volví a ver su carita apagada en alguna pared, a medio borrar. Activista dice su nombre. De izquierda, claro. Asesinada debido a su orientación política. Por supuesto. Muerta a los veintisiete años. Solo ocho después de haber sido la mujer más guapa de este terruño. Fijate. Qué desgracia. Pobre Rogelia. Tan joven y tan muerta desde hace tanto tiempo. Un día le platiqué a un buen amigo que su historia me intrigaba y me mandó un libro que contaba su historia. Guatemala: El martirio de una reina y la guerra de la vergüenza. Su autora, Marta G. González Molina, ayudándose de valiosos documentos facilitados por la Amnistía Internacional de Madrid y la Biblioteca Juan Germán del Instituto Cervantes, reconstruyó la trágica historia de esas décadas en Guatemala.
Descubrí en sus páginas a una patoja buena y dedicada pa’ los estudios que cometió el imperdonable error de querer un mejor país para el futuro. Que, como tantos otros intelectuales simpatizó con la insurgencia y que, gracias a su belleza y su educación, podía transportar bastimento para los compañeros en combate sin levantar sospechas.
Descubrí que estuvo presa porque tuvo un accidente en el que murió una nenita y se le regaron los afiches que ayudaba a transportar para la resistencia. Que estuvo a nada de que la desaparecieran, pero su tío abogado le alargó unos días más la vida. Que los escuadrones de la muerte igual la encontraron y pagó con su cuerpo y sufrimiento el peor pecado de la época: La búsqueda de un país más justo. Que la mataron a culatazos y que el bebé de tres meses que acurrucaba en su vientre fue otra de las víctimas que nunca supieron que no se perdían de nada. Gracias al providencial reconocimiento del director del hospital al que la llevaron para la autopsia, su familia y la historia supieron de los horrores que padeció las últimas horas de su vida, que se agotaron un 11 de enero en 1968.
No conozco a nadie con el valor que tenían esos patojos. Siento que nos mataron las ganas. Mejor aguantar y sufrir un poquito. Mejor ser resilientes y vivir apretados que no vivir en absoluto. Todo eso nos lo quitaron a punta de gente torturada. En ese sentido, como en muchos otros, ganaron.
En el 2019, en una presentación de artistas multidisciplinarios en el que yo leí unos cuentos, unos chicos presentaron una obrita de teatro con la que ganaron un premio nacional y fueron a presentarse a Costa Rica. ¿El tema? La muerte de Rogelia. Me contaron que habían hecho el guión buscando noticias y les hablé del libro, del que no tenían idea. Compartimos datos y sé que se presentaron un par de veces más en lugares pequeñitos, y como tantas cosas en este lugar tan inhóspito para el arte, la memoria y la belleza, desapareció sin dejar huella.
A todo esto, mis abuelos y mi madre compraron hace muchos años un mausoleo para que no les faltase un lugar para el último descanso. Anduve por ese cementerio muchas veces, jugando a leer nombres de muertos, fechas que no decían nada y personas que nunca sabré quienes fueron. Unos meses después de ver la obra fui, seguro a decirle a mi padre que no lo he olvidado y, mientras limpiaban las lápidas, me alejé unos pasos. El mausoleo de a la par nunca me ha llamado la atención. Está descuidado, tiene un árbol que de tan tieso parece falso y sus ramas más parecen garras que se quieren acercar a la ropa, a ver si te rompen, a ver si te llevan. Contrario al nuestro, los nombres de las personas no están al frente. Están a un lado. Al hacer a un lado las hojas, achicharradas por el sol, que cubrían la lápida, encontré un nombre y entendí que hay historias que te buscan para que no olvides lo que fueron, más que los mártires, los héroes, las personas. Así encontré a Rogelia. Mi vecina Rogelia.