
Por Jeanny Chapeta
Escritora y columnista. Divagadora profesional. Gestora de fantasías.
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Hace mucho tiempo ya, cuando mis hermanos tendrían seis y ocho años y yo llegaba a los flamantes catorces, mi madre, sentada en el sillón nos veía un sábado cualquiera. Dijo en voz alta, más para ella que para nosotros, que estábamos en la edad perfecta y que sería fantástico que ya no creciéramos. En ese momento me pareció una locura. Yo quería crecer, ser adulta, irme de casa, tener mi propia vida. En este instante, veo a Sofía, mi flamante quinceañera y pienso que mi madre, como todas, tenía razón. Ya quisiera que se quedara, así como está. Ni más ni menos. Está en esta edad perfecta. Una chica que me acompaña a ver películas y me cuenta sus chistes del colegio y me habla de bandas que nunca pero nunca voy a oír. En la edad en que depende de mí para muchas cosas, casi todas económicas, pero no me necesita para que le haga el desayuno o la bañe antes de ir al cole, por ejemplo.
Pero también pienso en las otras Sofías. En la Sofía bebé recién nacida que me costó veinte horas de parto y todo para que, luego de tan ruinosa tarea, una enfermera la viera, me viera y dijese a otra enfermera “qué niña más linda. Se debe parecer a su papá”. En la Sofía bebé a la que, en un día de desesperación porque no dejaba de llorar de madrugada y no aceptaba su pachita, le quise meter de más el biberón para que, según yo, supiera que esa era su comida y me vomitó toda y allí estaba, ella llorando porque no entendía qué la solución a su llanto era la pachita que no quería tomar, y allí estaba yo, llorando porque la había hecho vomitar.
Pienso en la Sofía que se hizo parlanchina de bebé, que asombró a mis hermanos en un desayuno contando los globos de un restaurante hasta el veinte antes de los dos años. En la Sofía de cuatro, que se volvió oscura y jugaba a las muñecas con historias de las que nunca salían vivas porque el príncipe Maraca (un sonajero que usábamos para los personajes masculinos porque nunca quiso un muñeco hombre) era el villano perfecto. Pienso en la Sofía adicta a los videojuegos y en la Sofía que firmó un examen como Sofía Drácula, antes de convertirse en Aifos, la diosa de la locura. Pienso en la Sofía que se negó a sacarse el tutú y así la llevaba al súper, a comer, a la casa, al parque y si no es porque se rompe, habría pensado que tenía el méndigo trapito pegado a la cintura. En la Sofía la que no conoce qué es ir a una graduación escolar porque al salir de prepa estuvo hospitalizada y al estar en sexto nos cayó una pandemia encima. Pienso en mi chica Sofía patinadora, que tiene velocidad, pero no resistencia y en Sofía la nadadora, que tiene velocidad, pero, ¿adivinen? no resistencia. En la Sofía que se quedó en casa para el homeschool y dejó de ponerse el uniforme para recibir clases dos años en pijama y ahora quién le quita ese look de indigencia absoluta. En la Sofía que aún hoy, cuando vuelve de algún lugar, entra por la puerta quitándose los zapatos porque no soporta cargar calcetas. En mi chica enmarañada que no ha existido salida a la calle en que no escuche que alguien dice “mira el pelo de esa niña”. Pienso en Sofía la dibujante, que se ha gastado papel como para forrar un municipio en sus muñequitos de chinadas. Pienso en la Sofía animalista que me quiere volver la casa un zoológico, que quiere mucho a Páramo, mi perro, pero no lo deja entrar a su cuarto porque allí solo tiene espacio para los gatos. En la Sofía que traga como un batallón, que no puedo creer que compré despensa para un mes y se la ha terminado ella sola en tres días. Tengo muchas Sofías alegres, pero también muchas Sofías conflictuadas. La Sofía enferma por ejemplo, mi bebita con los bronquios obstruidos, la niña de las alergias. La nena que se enfermaba veinte días y se curaba cinco y vuelta a empezar. En la Sofía triste de prekinder de cuando mi divorcio, que salía al patio en clase a llorar, porque se sentía triste y no aguantaba estar en clase aunque ahora ya estemos en la etapa en que me hace el chiste de “mis papás me hicieron con tanto amor que se les acabó el suyo”. Pienso en la lloradita de las caídas de dientes, en las noches sentada yo y sentada ella sobre mi pecho para que pudiera dormir sin ahogarse cuando los ataques de tos.
Ahora justo ahora, me tiene ilusionada la Sofía disruptiva, la creadora, esta niña que se mantiene al filo de mi permisividad jalando la pita de mi paciencia para ver hasta dónde estira. Esa Sofía espero que se mantenga en ella por siempre. Lo que le va a servir en la vida, además.
Pienso entonces en las Sofías que he visto y las que me faltan por vivir y me siento contenta de haber traído al mundo a esta chica que me hace reír y me hace pensar y, muchas veces a mi pesar, gastar; que se parece a mí, pero no es nada como yo. Que no sale de su cuarto nunca porque así seguro son los chicos, pero cuando sale, está dispuesta a hacer cosas conmigo, a cocinar, a hablar, a mostrarme el video de un gato, a rogarme por un perro Shiba Inu, hablarme de que quiere conocer morros chidos o solo a echarnos a jugar alguna partidita del Mario Kart cuando se quiere sentir todopoderosa y también hacerme saber que mi tiempo ya no es ahora.
Y aunque quisiera que no crezca, sé que inevitablemente va a hacerlo. Convertirse en adulta, funcional (espero), terminar el cole, ir a la U, viajar, andar con los amigos y dejarme con un nudo en la garganta porque quién sabe dónde anda y todas esas cosas por las que la lleve su propio destino. Lo que tenga que pasar, pasará, pero estoy segura de que, no importa en qué momento, las nuevas Sofías que conozca también serán mi Sofía perfecta.